Bailad, malditos

        Ya no soportaba mirar de soslayo al escenario. Ver ahora, otra vez, una y otra vez, por enésima vez, aquella que era la orquesta número tres cuando todo comenzó. Reprobaba sus engominados cabellos, sus pulcras chaquetas blancas, el modo en que el rollizo trompetista se relamía los labios mientras brillaba su cara sudorosa bajo los focos. Pero, sobre todo, lo que de verdad le causaba unas profundas e insoportables náuseas, era comprobar sus lúcidas caras, en cómo se miraban de manera cómplice, ladeando sus cabezas, sonriendo, exhibiendo un morboso placer volviendo a tocar aquel pegadizo swing. Apartó la mirada y posó su cabeza sobre su hombro. Percibía el olor avinagrado propio del sudor de su pareja. Ya no le susurraba al oído que aguantara un poco más, ni lo que les esperaba tras recibir el premio: el pago de las deudas, la casa de sus sueños, un gran banquete donde correría el champán, devorarían un pollo entero, otros manjares, suntuosos, glaseados postres. 

        Seguramente tendría también las piernas entumecidas, duras como bloques de cemento. Por eso ya ni le hablaba mientras se mecían con delicadeza. Sus cuerpos se afianzaban en un abrazo incapaz de ser disuelto porque, de destrabarlos, se derrumbarían irresolublemente. Tampoco se atrevió a alzar la mirada, comprobar su rostro. Porque lo sabía, sabía que tendría los ojos abotagados, la cara desencajada, sudorosa, lijada, gris, hecha una derrota a contraluz por el cansancio, ese letargo que ya se taladró hace horas en ellos y que dejaba sus cuerpos tan livianos como si el peso no existiera en las leyes gravitatorias que imperan en el universo. Sin embargo, allá, a unos pocos metros, observaba a la pareja número 34. Sí, estarían igual o peor que ellos porque apenas se movían, casi ni balanceaban, de un pie a otro, al unísono,  el peso de dos torsos forjados en una sola columna. Parecían estar quietos, inamovibles, semejantes a una triste pieza museística. Igual de asidos entre sí, parecían el reflejo de sí mismos. «Míralos», se decía, «tan nosotros». Ya ni se alegraba de ser una de las dos últimas parejas sobre aquella perversa pista de baile. Solo quería dormir. Dormir durante horas, días, semanas. Sepultar sus párpados y levitar en un sueño eterno. Arrinconar de sus pensamientos aquel aquelarre de público que se zampaba toneladas de pipas, patatas fritas, hot-dogs, tacos; cómo apuraban de sus vasos de papel litros de cerveza y refrescos hasta llegar a escurrírsele, comisuras abajo, junto con sus salsas de queso y ketchup para pringarse sus camisetas y pantalones. Olvidar sus gracejos, los gritos, las burlas; borrar la sórdida manera de masticar con la boca abierta, casi como si se atragantaran en su propia ansiedad. Los mofletes grasientos, los ojos desorbitados, la furia de los ceños fruncidos, las sirenas aullando los descansos; la quemazón, la dolorosa ceguera propiciada por los focos. Los aspavientos, los saltos, el presentador envuelto en un vaho de tabaco y perfume agrio, hiriente con tonos de alcohol, gritando y burlándose de las parejas de baile con cada caída, cada taquicardia, cada interrupción propia de la descalificación. Aunque era verdad que todavía sentía alegría por aquella descalificación de la pareja número 74. En realidad se alegró por el niño que esperaba la pareja número 74. 

        Y de pronto, un tropiezo. Cayeron fulminados. Ella, empero, seguía aferrada al cuerpo de su marido. Notaba todavía ese penetrante olor agrio y no supo si aquello era una victoria o una derrota. Porque la orquesta seguía tocando. 

- By W. 


Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Siempre se hacen cortos, quieres que sigue la historia ¿Qué pasará? Nos dejas con la intriga! 😅
Diebelz ha dicho que…
Jaja, es que precisamente de eso de trata, de terminar con la tensión sobre las nubes. ^^'
nmj.graphiteart ha dicho que…
Yasssss jajaja

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