El universo de Wes Anderson

 

«You see, there are still faint glimmers of civilization left in this barbaric slaughterhouse that was once known as humanity. Indeed that's what we provide in our own modest, humble, insignificant... oh, fuck it.»
- Monsieur Gustave, en The Grand Budapest Hotel (2014)


          «Me encanta el pasado. Es mucho más tranquilo que el presente y mucho más seguro que el futuro», comentó en una ocasión el cineasta Max Ophüls. Y algo de ello, de cierto escapismo y nostalgia ante un mundo cuyo basamento comienza a resquebrajarse, se puede apreciar en los filmes de Wes Anderson. Aunque su seña de identidad es, a todas luces, su extravagante como minuciosa estética visual, no deja de ser un seguro vitalicio para los cosmonautas del próximo futuro el cobijarse en este universo andersoniano cuyas fábulas y cuentos nos advierten sobre la vulnerabilidad frente a las sacudidas del tiempo, así como la manera de superarlas aunque sin posibilidad de eludir cicatrices. 

       En realidad, al emplear de manera recurrente y como eje principal en sus filmes la familia disfuncional o la orfandad, anuncia con el referido desajuste primigenio -cuya lectura también sirve como metáfora de la sociedad- un pretexto para enfocar su interés en las fórmulas o ademanes que toman sus personajes ante la adversidad y que, por lo general y de manera casi natural ante el temor, optan por la huida. Sus protagonistas, de caracteres bien perfilados, suelen ser excéntricos, envueltos en un halo de tristeza y actúan con una torpeza enternecedora. Se percibe en ellos una cierta ingenuidad, una tendencia a dudar y cometer errores constantemente y es llamativo que sus figuras infantiles o femeninas, en muchos casos, son diametralmente opuestas, actuando y poseyendo un perfil más maduro, empoderadas, erigidas como faros de la razón, algo que se aprecia muy bien en filmes como The Royal Tenenbaums (2001), The Darjeeling Limited (2007), Moonrise Kingdom (2012) o The Grand Budapest Hotel (2014), por citar algunas. Pero resulta igual de relevante el sosiego y pusilanimidad de sus figuras en cuanto expresan sus sentimientos. Anderson apuesta por anular cualquier patetismo en sus filmes y transmitir a los espectadores de manera sibilina, desde cierta distancia y apoyándose en un afilado humor, las emociones de sus personajes, pese a las situaciones límites que puedan experimentar. 


      Indudablemente, el cine de Wes Anderson -y más concretamente dentro del cine indie- es quizá el menos arriesgado y polifacético si se compara con otros cineastas contemporáneos. Sin embargo, es un cine multireferencial y en todas sus cintas -sin excepciones- se pueden hallar guiños y referencias insertadas con meticulosidad para esbozar un cine total, en cuanto que cuida con obsesión todo detalle. Así, no sorprende hallar en obras inspiradas por Stefan Zweig o Thomas Mann alguna referencia al cine mudo de Méliès o Buster Keaton, siquiera al cómic de Hergé o de Edgar P. Jacobs. Su admiración por el mundo del oceanógrafo Jacques Cousteau queda patente en Life Aquatic (2004), aunque ya había ocultos guiños en sus primeras obras. Aquí y allá hay homenajes al cine de Godard, Truffaut, Kubrick, Jacques Tati, Jean Renoir, Kurosawa e incluso a Satyajit Ray. Su cinefilia como admiración por el cómic es evidente, pero también su melomanía, dotando a sus filmes de una jukebox heterogénea pero bien ensartada y en la cual pueden sonar armoniosamente un tema de The Rolling Stones o de Nico sin que eso no suponga estrago alguno para incluir una pieza de Ennio Morricone o introducir al mismo Seu Jorge como actor de reparto para que rasguee su guitarra en el momento preciso. 

       Con todo, Wes Anderson ha creado un cine sui generis y en el cual destaca por su incomparable estética visual, elemento hartamente señalado en el mundo de la cinefilia con el riesgo que eso conlleva, tales como omitir los aspectos anteriormente señalados. Pero Anderson es consciente de la primacía de la imagen en el cine y arriesga a crear una narración sobre un trasfondo artificial y cuya exhibición puede generar disonancia en algunos espectadores. Mediante una paleta cromática única, de colores saturados o bien ostentando un agresivo contraste de colores primarios, el cineasta tejano envuelve a sus personajes en esas emociones que son incapaces de pronunciar. Así, el azul es sinónimo de tristeza, amenaza y el amarillo aparece en secuencias donde se percibe cariño, cobijo, amor. En ocasiones también emplea texturas monocromáticas para resaltar un tiempo muy lejano, nostálgico (The French Dispatch, 2021) pero por lo general, su empleo facilita el allanamiento a un mundo mágico, semejante a un libro de cuentos o un cómic cuando lo abrimos sobre nuestro regazo. De ahí que el manejo de la simetría y los planos frontales capaces de posicionar a sus figuras en perfiles acentuados resulten tan similares a las viñetas de los cómics o a las ilustraciones de nuestros libros infantiles, siendo además recurrente el uso de mapas, maquetas y cartas en sus filmes, apoyándose en sus famosos planos cenitales. 


          Sin duda alguna, los filmes de Wes Anderson son precisamente una alegoría a esos cuentos y primeras lecturas que todos hemos experimentado. Más aún, una invitación para adentrarse en esos mundos mágicos donde el espectador asistirá perplejo ante desafíos que solamente podrán resolverse con apoyo de una pequeña comunidad, con una brigada de rebeldes, pese a sus torpezas y cicatrices. Huyendo de un extremo al otro de la pantalla, se puede distinguir que pese a las amenazas medioambientales o políticas (Fantastic Mr. Fox, 2009; The Grand Budapest Hotel, 2014; Isle of Dog, 2018) no existe otra solución que no sea mediante la ayuda del otro. Y si es con una tierna como casi inapreciable sonrisa, mejor que mejor. 


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