¿Quién teme a los hermanos Gutiérrez? (I)

I.

     Si el tiempo no se mueve sobre raíles, si ni siquiera se deja representar por figuras geométricas y sus cálculos parten de fórmulas cuyas dimensiones habitan dentro de los márgenes del error, ¿qué nos queda? ¿Existe alguna consistencia del tiempo? ¿Cuál es su inextricable aroma? En eso cavilaba Ramón, taza en mano y su cuerpo apoyado sobre el marco de la puerta. Dio un último sorbo al café con mezcal sin apartar la mirada sobre el cuerpo inerte que custodiaba el ataúd en el centro de la estancia oscura, sobre la cama matrimonial. A su alrededor estaban sentados los familiares y demás allegados en sillas dolientes, susurrando gemidos, llantos, rezos que se aferraban a rosarios y ocultaban la mirada, cabizbajos, entre velos y sombreros. Sobre la cómoda y la mesita de noche alumbraban velas frente a estampas de vírgenes y santos cuya presencia se adornaba con multitud de amuletos y rosarios sin que faltara aquella cruz sobre el cabezal de la cama. A ratos se acercaba alguien igual de trajeado como el resto de los presentes, se santiguaba frente al fallecido y se giraba, titubeante, para darle el pésame tanto a la viuda como al resto de la comitiva. Ramón se giró y abandonó el marco de la puerta, abriéndose paso entre la multitud para llegar a la cocina que se hallaba a dos pasos del dormitorio. Dejó la taza vacía sobre la mesa que se encontraba repleta de botellas terciadas y platos apilados que solamente albergaban migajas, pringues y algún que otro resto de comida. Se dirigió a Doña Teresa para indicarle que ya se iba y aunque ella le ofreció desayunar, Ramón argumentó que ya era tiempo de retirarse tras permanecer toda la noche velando al difunto Don Anselmo. Doña Teresa lo comprendió y le agradeció su presencia. De regreso en el pasillo de la casa donde se concentraba un aire espeso que envolvía y asfixiaba a los allí presentes, Ramón notó una mano sobre el hombro. 

 —¡Eiii! —dijo el hilo de un susurro—. ¿Qué onda, carnal? ¿Tú por aquí? No sabía que conocías a Don Anselmo. 

    Al girarse vio a un joven atosigarse la larga melena oscura y lisa tras una oreja. No se esperaba aquello pero se figuraba que, debido al cansancio, no percibió nerviosismo alguno. Le explicó que conocía a Doña Teresa y que, por respeto, vino al velorio. Pero que ya se iba. El joven José le sonrió y esperaba quedar con él un día de estos. 

 —Por cierto, ¿la reconoces? —le preguntó José con el dedo índice levantado, señalando al final del pasillo. Ramón volvió a virarse y, entre la multitud, la reconoció. Dándole la espalda a las escaleras, permanecía de frente hacia él en la distancia. Vestía un traje totalmente negro como la mantilla que cubría casi la totalidad de su rostro, solamente dejándose entrever sus ojos que permanecían sepultados por sus párpados. Con aquella hierática postura, sola entre personas que apenas se movían y parecían simular a los troncos de un oscuro bosque, se asemejaba a una virgen doliente aunque sus manos entrecruzadas permanecieran a la altura de su vientre. Entonces elevó los párpados lentamente y su mirada se cruzó con la de Ramón. Bajo su bigote oscuro se entreabrieron los labios: 

 —Marga.

Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
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