¿Quién teme a los hermanos Gutiérrez? (II)

II. 

    Alguien cruzó el umbral de la entrada y no tuvo que esperar para saber que el ambiente estaba tenso, siquiera el posterior albedrío que se armaría en la barra. Ya le anunciaban las miradas de los clientes que lo mejor hubiera sido no entrar en aquella cantina. Sus miradas eran abotargadas, plomizas, tristes, famélicas, hinchadas de temor. El nuevo visitante tomó cautela y se sentó en una de las pocas mesitas que quedaban libres a la espera que cualquier empleado le atendiera. Al poco rato supo que el centro sísmico se hallaba entre la propia barra de la cantina y una mesa colindante, cercana a la propia barra. Apreció que se trataba de un hombre ya muy bebido para hallarse en las primeras horas del atardecer y el pálido sol anaranjado lamía la estancia atravesando los dos grandes ventanales que se encontraban a los costados de la entrada principal y daban a la Avenida Morelos. Las pálidas luces de neón comenzaron a titilear y se encendieron cuando el hombre ebrio soltó una sonora carcajada que retumbó en la estancia seguido de otras risitas fraternales evocadas desde la mesa más cercana al hombre. Recibió del barman la siguiente botella de cerveza mientras desplazaba la última consumida a un costado donde se agrupaban el resto de botellas vacías, sus trofeos etílicos que se contaban como más de seis o siete. Parecía calmarse algo y dio un primer trago mientras se balanceaba tibiamente sobre su taburete y se relamía los labios humedecidos por la saliva y la cerveza. 

—¿Y se llaman Rodríguez?

—Gutiérrez —le corrigió un cliente sentado a poca distancia del hombre que pugnaba por mantener cierta dignidad frente a las leyes de la gravedad. Sentado de espaldas a la barra y las rodillas algo flexionadas al mantener sus botas sobre el reposapiés del taburete, el hombre le advertía que no se lo tomara tan a la ligera y aún menos no siendo de la región. —Me estás dando el avión. Te digo que son cabrones, güevón. —le advirtió.

El forastero chasqueó con la lengua y tomó otro trago entre risas: 

—No manches, güevón. El cuento chino se lo cuentas a otro.

—Güeee, ya tu verás, cabrón. 

—De ser cierto serían unos majes de cuidado o unos cabros —comentó dirigiéndose a la mesa de quienes parecían ser sus feligreses —. Porque, ¿qué tiene de malo chingarse a unas putas? —emitió entonces una sórdida carcajada sacando la lengua y dejando entrever su dentadura amarillenta y carcomida por los excesos del alcohol y el tabaco. 

El cliente que le había advertido que no se lo tomara tan a la ligera el asunto, se dispuso a pagar ladeando la cabeza y buscando la atención del barman. Se puso el sombrero color caqui y se levantó de su taburete para posar sus codos sobre la barra de la cantina. Le volvió a dirigir la mirada al forastero y le explicó que quienes se tendrían que andar con ojo son aquellos que violaban, maltrataban y practicaban toda clase de actos denigrantes o desproporcionados contra las mujeres. 

—No mames, güevón. Con lo rico que es eso. —le respondió el forastero sin ceder en sus habituales risas y carcajadas lubricadas por el desmán de cervezas consumidas. 

Tras pagar su comisión, el hombre se tocó el sombrero color caqui, a modo de despedida, y abandonó la cantina bajo un concierto de gruñidos, risas y mofas. 

Con la entrada de la noche, concertada por el deslizamiento de las horas, los clientes fueron abandonando la cantina a cuentagotas. El forastero, ronco y abatido, hizo lo propio, siendo de los últimos que, tambaleándose, consiguió pisar la Avenida Morelos. A sus espaldas se apagaron las luces del local. Visiblemente desorientado, el extraño tomó rumbo hacia el cruce con la calle Vasconcelos y giró a la izquierda. Avanzó unos cien metros por una calle lúgubre, apenas iluminada y vacía. Y entonces comenzó a percibir la melodía de una guitarra. Se paró en seco para después reemprender el rumbo. A escasos metros apareció a su costado un hombre sentado frente a una casa terrera y chata. Sus piernas cruzadas sostenían una guitarra mientras un sombrero le cubría el rostro. Sus manos patinaban sobre las cuerdas, emitiendo una melodía triste. El ebrio forastero arqueó las cejas y lo contempló. Abducido por la melodía se preguntó si no cabría la posibilidad que aquel rumor que le contaron era cierto. ¿Era, quizá, aquel guitarrista, uno de los Hermanos Gutierréz? ¿Sería verdad que, cuando uno toca, el otro aparece entre las sombras para acometer venganza, eliminar a todos los maltratadores, pendencieros y violadores de la comarca? Emitió un eructo y sonrió. Pero al girarse y mirar al frente se le congeló la sangre. Bajo las azuladas sombras de la noche apareció un contorno oscuro, portando algo en su mano. Dilató sus ojos y comenzó a temblar. Porque aquella sombra lo apuntaba ahora. Sonó un breve pero conciso estallido, después un golpe seco. El extraño yacía con los ojos abiertos sobre el asfalto mientras corría un hilo viscoso de sangre sobre su frente. 


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