Tres cuartos de cuartilla para Manolo: El desasosiego de nuestro tiempo 2.0

    

    La atrofia de nuestro tiempo no se debe tanto a la férula del dómine propio de Mr. Monopoly como más bien a su ahistoricidad contemporánea, de voz cavernosa y ojos dormilones, de pupilas lechosas ante su inminente ceguera total. Porque hasta el Charlot más demiurgo que ordinario aprecia al acercar su quinqué los posibles paralelismos y un renovado marco favorable para la imposición de la violencia y barbarie, ya sólita y apelmazada, frente a la cordura de una razón exiliada. La guerra de Bosnia (1992-1995) demostró con la retransmisión televisiva del genocidio en prime time no solamente el malinterpretado aviso cumplido de Theodor Adorno, sino el vaticinio del rumbo que tomarían las insolentes dimensiones de la guerra en este tercer milenio. Mientras algunos periodistas y reporteros señalaban la ejecución sistemática de la población civil y  un senador del estado de Delaware llamado Joe Biden abogaba por la intervención estadounidense, el genocidio continuó efectuándose con el consentimiento de los cascos azules, una pieza de saxo de Bill Clinton y una legión de floricultores que daban la espalda a los Balcanes, prosiguiendo con los cuidados y mantenimiento en el ala oeste de su «jardín europeo». Las imágenes ya no valían más que mil palabras y las palabras debían de volver a barajarse por los crupieres de la prensa farisea, definiendo el «genocidio» como «masacre», al igual que las «torturas» de Abu Ghraib eran en realidad unos desafortunados «abusos» y la «invasión» rusa en Ucrania una «operación militar especial». 

    Mucho antes de que Donald Duck pateara el trasero de Adolf Hitler, era una obviedad que una guerra no se decidía precisamente en un campo de batalla. Pero tampoco en un Festival de Eurovisión. Imagen y palabra eran y son las centelleantes piezas de una partitura deseada como disputada entre víctimas y verdugos. Despojados de los quioscos, las ondas de frecuencias moduladas y la parrilla televisiva, imagen y palabra se hallan en un nuevo campo gravitatorio. Es en el reality show de Youtube, en opíparos banquetes de podcasts, en los algoritmos domeñados por el monstruo de las galletas y en las redes arrojadas a mares sin fondo donde las imágenes y las palabras de la barbarie se han visto mermadas ante la aparición del demandante del espectáculo, satisfecho por la violencia que digiere como ficción del mundo y la esporádica sensiblería de obsolescencia programada. Así, la distancia entre el cómodo «aquí» y el imaginado «allá», elevada a la potencia, anula cualquier voluntad transgresora y más aún con una élite intelectual y clases subalternas despolitizadas que, en vez de abandonar sus acolchadas butacas y ejercer la denuncia activa, se suben a los escenarios para participar en el vodevil de lo inútil. Cabe preguntarse si con pomposos discursos, simbólicas cadenas humanas, folclóricas batucadas y flashmobs, breves performances en Tik-tok e Instagram, baladas y lágrimas de cocodrilos se pueda lograr siquiera el envío de una misión de los cascos azules a la Franja de Gaza, solicitud que por cierto presentó la Autoridad Palestina hace diez años atrás.

    El desasosiego de nuestro tiempo, como el de los tiempos de Simone Weil, no será el último y acarrea la misma sintomatología que antaño apreció la filósofa francesa: la asunción de la historia como algo lejano, como pasado y caduco, cuando en realidad es presente y futuro. La perpetuación de un baile de máscaras en el cual somos partícipes y eludimos clausurar. A no ser que con el recuerdo de la presencia de Susan Sontag en un sitiado Sarajevo o una Simone Weil o George Orwell portando un fusil al hombro durante la Guerra Civil española, como tantos miles de anónimos integrantes de las Brigadas Internacionales llegados desde Brooklyn o Montparnasse, se reformule la disidencia política ante las imágenes y palabras de la barbarie.

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