Rendir los machos (2021)
—¿Y en esta casa se canta o se reza?—Se canta.
- Don Oswaldo y los hermanos Cabrera, en Rendir los machos, 2021
Los hermanos Cabrera
Desde el punto de vista ontológico, el ser canario siempre ha estado -y posiblemente lo seguirá estando- condicionado por los límites, habitando en los márgenes. Pero antes de caer víctima de la desidia o acometer negligencias mayores, no vacila en asumirla sin complejos y disponer de la misma como una cualidad capacitada para ser virtud. Dicha naturaleza se puede también apreciar en el cine canario, tan en las antípodas, tan desamparado y que, pese a todo, no desfallece y exhibe alguna que otra cinta de calidad que el público isleño -como el de más allá de La Graciosa- no debería obviar.
Ejemplo de ello sería Rendir los machos (2021), film que se presenta como una road movie con tintes de western, bien ensamblados en la ironía y el absurdo, elementos ya comunes en la filmografía del cineasta canario David Pantaleón (Valleseco, 1978). Poco importa el motivo por el cual los hermanos Alejandro (Alejandro Benito) y Julio Cabrera (Julio César) estén peleados, hecho que se construye y sale a relucir en una subasta que supone el punto de partida del metraje sin renunciar a un humor encubierto; o que, a petición del fallecido padre y en aras de rendir culto a la tradición, tengan que realizar un peregrinaje de una a otra punta de la isla de Fuerteventura junto con siete machos cabríos. Porque común y explícito en este género fílmico, su fundamento se encuentra en su dimensión exploratoria. Así, en contraste con diez mil cabezas de ganado y cowboys de la talla de John Wayne o Montgomery Clift subidos a lomos de un caballo, Pantaleón nos presenta a dos pastores embutidos en monos azules, portando garrotes de madera para dirigir, a pie, a siete cabras por la vasta y árida tierra majorera sin mediar palabra alguna.
Aunque a todas luces este planteamiento pueda aparentar de entrada algo insulso, Pantaleón logra orear esta humilde fábula gracias a una cámara que opera con sincretismo, plegando armoniosamente el carácter tosco y rudo del paisaje con el de los hermanos Cabrera. Los planos fijos, generales, -en ocasiones hasta picados- y la simetría de la línea del horizonte, se ven facultadas para proyectar unas composiciones geométricas que no solamente nos evocan a cierto imaginario canario, sino que permiten una asombrosa diversidad paisajística alejada de tópicos o desfiguradas percepciones de lo que es la isla majorera. Pero también la rugosidad, los tonos y la luz se ven acentuadas. Hasta el mismo pulso del tiempo narrativo parece vertebrarse en un medio ambiente que, siendo esencia y eje vertebrador de la identidad canaria, también posee un sentido del tiempo diferente, propio de la isla. Y mientras, bajo el sinuoso desplazamiento de las nubes que toman un protagonismo como si John Ford captara el Monument Valley, los hermanos Cabrera prosiguen con su avance, no sin verse en situaciones simpáticas. Mediante bruscos contrastes -aupados en ocasiones estéticamente- se pone de relieve la idiosincrasia de los lugareños, acaso también extensible a otras costumbres foráneas y localizables en lejanas coordenadas geográficas. Creencias, música (interesante secuencia de la canción mexicana que tuvo gran repercusión en el folclore canario tiempo atrás), actividades económicas o estructuras y componentes patriarcales quedan al descubierto con ironía frente al espectador que se ve abocado a reflexionar sobre este viaje de búsqueda no solamente identitario -colectivo e individual, por más señas-, sino de la comunicación en tiempos donde comienza a desafinar.
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