Lettere da Napoli: il sangue di San Gennaro (III)
Llego como el último al punto de encuentro, frente a la capilla de San Gennaro. Los demás se giran y acto seguido niego con la cabeza, prensando los labios. Nada.
— Quizá ya tomó una muestra y se esfumó.
— No creo. Las alarmas hubieran saltado.
— No subestimes al detective número 2. Es muy hábil. Antes de ser actor de teatro y personaje secundario en una serie para la TV3, fotógrafo y fumador empedernido, era conocido como el gat de guant blanc del Raval. Era un profesional como la copa de un pino. Nunca lo pillaron.
—¿Y por qué supones que quería analizar la sangre de San Gennaro? —intervine finalmente en la conversación.
Para empezar y dar pie a su hipótesis, la detective número 6 explicó que el desaparecido no paraba de hablar sobre San Gennaro durante las dos horas de vuelo en las cuales tuvo que compartir asiento junto a él. Era, según ella, casi una obsesión febril, comenzando durante el despegue esbozando la infancia del santo hasta terminar por enumerar los milagros y los malos augurios cumplidos gracias a la sangre del mártir, mientras cenaban en una pizzeria del aeropuerto Napoli-Capodichino. Ese fluido rojo, compuesto por plasma y células en suspensión, resultaba ser, según ella, el verdadero leitmotiv de su sermón. Poco le importaba si el antaño perseguido obispo de Benevento saliera ileso del horno al cual lo introdujeron los paganos. O que al ser arrojado ante las fieras, éstas no lo atacaran e incluso se postraran ante el santo. Lo que de verdad le parecía torturar era el milagro de la sangre de San Gennaro. ¿Cómo explicar que todavía, a día de hoy, la sangre ennegrecida, sólida, vuelva a su estado líquido y recupere su color rojizo como hace 400 años atrás? Tres veces al año se exhibe, solemne y envuelto en oraciones celestiales, la ampolla que contiene la sangre de San Gennaro para atestiguar el milagro. Pero de no obrarse la licuefacción, de permanecer en su estado sólido, se considera un mal augurio que suele cumplirse. Así ocurrió en septiembre de 1939, cuando se inició la Segunda Guerra Mundial; o en 1943, cuando los Nazis ocuparon Napoli y derivó en una insurrección popular conocida como le quattro giornate di Napoli. Y también en 1980, año en el cual se produjo el terremoto de Irpina.
—¡Ah, miei amici! —exclamó Michele con los brazos extendidos, acercándose hacia nosotros con parsimoniosos pasos —Pero hay que puntualizar una cosa importante: San Gennaro es más que un santo o patrón de la città: es un amigo, un colega. —puntualizó con un correcto español adquirido durante una larga estancia en tierras andaluzas.
—¡San Gennaro, San Gennaro! Estoy ya un poco harto de este tipo. Creo que estamos perdiendo un tiempo valioso. —comentó, a renglón seguido, el detective número 7.
Así las cosas, los detectives rodantes abandonaron il Duomo di Napoli para proseguir con la búsqueda del detective número 2. Y mientras esto ocurría, perdiéndose entre callejuelas y piazzas olvidadas, Michele, trotando entre los bólidos eléctricos de los sagaces investigadores, explicaba la razón de ser de la superstición partenopea.
—Ah, ah…¿Ves esos cuernos en forma de pequeños pimientos picantes? —señala Michele jadeante. —Son los cuornicelli napolitani, amuletos contra el mal de ojo y que provee a su portador también fortuna. Su origen se remonta hasta el principio de los tiempos y hay todo un ritual de trasfondo para que sean eficaces. Por ejemplo, hay que regalarlos, no adquirirlos como ahora en forma de souvenir.
Pero en una ciudad donde cohabitan misterios sin resolver, espíritus domésticos como la bella ‘Mbrialla y su antagonista el malvado Munaciello, sirenas bañándose en el Golfo de Napoli y brujas que se avistan de noche o viven en el monte Vesubio, todo enigma o práctica supersticiosa es poca. El sincretismo cultural y religioso forman parte del espíritu napolitano que todavía a día de hoy se percibe en sus calles. Desde tocar la nariz del busto de Pulcinella, pasando por evitar derramar el aceite hasta consultar la Smorfia para interpretar los sueños y tener éxito en la lotería, Napoli es una ciudad donde convergen lo sagrado y lo profano. O donde, por cautela, se debe tomar muy en serio las palabras del actor napolitano Eduardo de Fillipo: «Essere superstiziosi è da ignoranti, ma non esserlo porta male» (“Ser supersticioso es de ignorantes, pero no serlo trae mala suerte”).
Desorientados, terminamos por desembocar en una calle donde se agolpa el rumor de los viandantes. Con dificultad nos abrimos paso y, sin quererlo, nos hallamos en medio de una banda musical y banderas. ¿Se trata de una procesión? ¿Es una cofradía? ¿Qué se festeja? Neutralizada la posibilidad de reacción ante el tumulto que avanza semejante a una avalancha en una sola dirección, nos vemos forzados a seguir a los portadores de banderas y músicos.
—Chi sono? —pregunto.
—I pescatori di Mergellina! —responde Michele entornando sus párpados, sonriente, dando tibios saltos como queriendo emular un baile improvisando.
A ambos flancos de la calle los napolitanos nos saludan, dando vítores de sí y nos graban con sus móviles.
—¿Qué hacemos?
—Haz como los Pingüinos de Madagascar: sonríe y saluda, muchacho. Sonríe y saluda. —le advierto al detective número 3.
Así, como miembros improvisados de una marcha improvisada, los detectives rodantes desfilan tras los pescadores de Mergellina que también cayeron bajo los hechizos de las ninfas y adoran a alguna Madonna. Cada cierto tiempo se detienen ante algunos locales y danzan ondeando sus estandartes, adentrándose en ellos para bendecir el comercio. Y entonces, entre la muchedumbre, creo avistar al detective número 2.
—¡Allí está! ¡Vamos!
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