Lettere da Napoli: Il misterio di Villa Rufolo (VI)

    
        Por sus inflados mofletes y mirada anubada, bajo ahumadas lentes, quedaba patente que el detective número 2 se hallaba en la gloria. 

 —¿Fómo defíaz que fe llama efto?
 Sfogliatella. Mira que eres un caso. Nosotros preocupados por ti, buscándote desesperadamente y tú como si nada. Anda que…

Y el detective número 2 asentía satisfecho, sonriente, llevándose con ansia su tercera sfogliatella a la boca mientras todavía masticaba la segunda. Se percibía un ambiente relajado entre los miembros de la expedición tras encontrar al extraviado fotógrafo, actor de obras de Shakespeare y empedernido fumador en medio de las ruinas de Pompeya. Sin embargo, al lado opuesto de la mesa, los detectives  número 1 y número 4, ante la atenta mirada de Michele y Don Vito, analizaban, cual George Patton y Bernard Montgomery en ciernes de invadir Sicilia, un enorme mapa extendido. 

—Es del todo imposible llegar a Ravello sin tener que cruzar pueblos y ciudades plagadas de turistas. ¿Tan importante es para ti?
—Mira, sé que cada uno busca resolver un misterio: que si la sangre de San Gennaro, que si Pompeya, que si la letra de una canción de un tal Pino Daniele… Pero en mi caso no se trata de un jardín que aparece en el Parsifal de Wagner, siquiera las vistas. Se trata de Boccaccio. 
—Sigo sin entenderte, pero…
—Scusi, ma…creo que sí sería posible —interrumpió de pronto Don Vito con rostro serio y  ceño fruncido, escrutando detenidamente el desplegable—. Podríamos dejar de lado Sorrento, e poi, ir por qui, bajar a Amalfi, cruzarlo e terminar a Ravello. —explicó el conductor mientras surcaba con su dedo índice el itinerario imaginado sobre el mapa.  

Titubeantes en un principio, convencidos con cierto desaire después, los reencarnados Patton y Montgomery trasladaron la decisión de ir a Ravello al resto del grupo, ya satisfechos tras  el desayuno. Así las cosas, los intrépidos detectives rodantes volvieron a la carretera con Don Vito al volante. Mientras sonaba la banda sonora de Banana Joe, interpretada por los hermanos Guido y Maurizio De Angelis, y en honor a un napolitano como era Carlo Pedersoli, alias Bud Spencer, algunos detectives charlaban animosamente o bien contemplaban quedos el Golfo de Nápoles, rutilante como caldeado por un sol huérfano y estampado sobre la celeste intemperie. Aquí y allá asomaban entre distantes edificios los pinos piñoneros, unísonos y tan propios del paisaje itálico como la autopistas adensadas por sus vehículos y que parecen memorar un filme de Luigi Comencini o un cuento de Julio Cortázar. Pero al cabo de un tiempo conduciendo hacia el sur, el panorama se ve alterado tras dejar atrás el Vesubio, asomándose por un flanco oscuras  y frondosas colinas y por la otra una costa cada vez más abrupta y afilada. Se acomete entonces, a ojos del foráneo, una bifurcación mágica, un desplazamiento ignoto hacia carreteras más angostas y vertiginosas, dejando atrás la autopista que se hunde en la península itálica con destino al anhelado sur de los sures. Y permaneciendo sobre el asfalto adherido al costado que limita la tierra y el mar, se abre ante los detectives rodantes un paisaje añorado como expedido por la flaqueza del deseo. Tras salir de un túnel, símbolo una vez más de la frontera entre mundos antagónicos, incluso el más comedido de los detectives no puede evitar mostrar asombro elevando sus cejas. Frente a él, un sinuoso camino encolado a las onduladas y oscuras colinas se pierde y vuelve a emerger entre ellas, mientras al lado opuesto se presentan los acantilados enfebrecidos por un vértigo sosegado, precipicios en cuyas entrañas se hallan enigmáticas calas, rincones ocultos y solamente alcanzables descendiendo por vertiginosos escalones; o bien desde el piélago azulado, desde el más allá, tras el filamento propio del horizonte. Entre la desnuda roca de las colinas emergen aquí y allá verdosos arbustos, pinos, acaso aislados cipreses que cuelgan, como los blanquecinos pueblos, insumisos frente al celeste abismo. Pero el viajero que huye comprueba además que esta estampa, antaño refugio temporal y lugar de inspiración para artistas del romanticismo como, posteriormente, bohemios encasillados en sendos ismos a partes iguales, no ha quedado excluida del turismo posmoderno. Mientras una flota de lujosos yates, ferries y otras pequeñas embarcaciones se esparcen por doquier sobre el plácido mar, dejando tras de sí blancas como espumosas estelas que se cruzan entre sí, la Costa Amalfitana alberga en su condicionada estrechez una rehala de turistas que lleva la claustrofobia a niveles insospechados. Mastodónticos autobuses turísticos y vehículos en cuyo portón del maletero se aprecia la pegatina de Avis o Hertz recorren masivamente las angostas y zigzagueantes carreteras; los miradores, poblados de puestos de helados y sorbetes, souvenirs y otros cachivaches, reúnen a decenas de turistas que son relevados por la siguiente comitiva nada más tomar sus ansiadas fotos y reanudar su itinerario a toda prisa. Aquí y allá antiguas fincas o conventos reconvertidos en restaurantes, acaso en hoteles de cinco estrellas, anuncian su réplica en todos los pueblos y ciudades pertenecientes a la serpenteante Costa Amalfitana. 


— Vaffanculo! 
—Cosa succede? 
—Dobbiamo fermarci ad Amalfi. Credo di essere rimasta senza benzina.
—¿Qué pasa?
—Beh, Vito dice que debemos parar en Amalfi. Parece ser que se ha quedado sin gasolina. 

Sintió entonces el detective número 1 un gélido sudor recorrerle la espalda antes de clavarle una insidiosa mirada al detective número 4 que, a modo de respuesta, se encogió de hombros y le mostró una perpleja sonrisa. Una vez apeados frente al pequeño y lánguido muelle, cuya función se ha visto reducida a ser pasarela de turistas y al atraque de algún que otro ferry, los intrépido detectives rodantes ponen en hora sus relojes y deciden darse media hora de libre albedrío. Algunos, conformando parejas o grupos de tres, resuelven buscar un lugar donde tomarse un refrigerio, acaso escrutar las calles más allá de la Cattedrale di Sant’Andrea. Otros prefieren quedarse fuera del pórtico que da acceso al casco antiguo sin echar en falta al Monte Cerreto cuya presencia se avista mejor desde la orilla. Sea como fuere, todos ellos, sin embargo, obran el milagro de esquivar avalanchas de personas provenientes del condado de Lancashire, de lejanas ciudades como Shenzhen o Canberra, sospechando, además, que Amalfi es una ciudad sin amalfitanos, con negocios cuyos productos se limitan a la venta del limoncello, vasijas y tejidos de un amarillo hegemónico junto con la blancura y los aislados tonos cremosos de las casas. 


Cumplida la media hora, los detectives abandonaron con alivio la ciudad, dirigiéndose a su destino final que, a diferencia de Amalfi, todavía no es víctima del turismo de masas. Subiendo por una sinuosa carretera cuyo sendero cruza viñedos y otros campos de cultivo, llegaron finalmente a la entrada del municipio de Ravello donde fueron detenidos por un puesto de control. Don Vito tuvo entonces que bajar la ventanilla e intercambiar algunas palabras con el agente. Después le pidió a su copiloto Michele que abriera la guantera y sacara unos documentos. 

—Sono disabili, signor agente —comentó Don Vito, chasqueando la lengua. 

El agente asomó la cabeza por la ventanilla y creyó ver en todos los ocupantes la constitución de un cúmulo de arrastrados destinos fatales. Una se aquejaba, el otro tosía flemáticamente pidiendo a un enigmático Dios que se lo llevara pronto y un tercero miraba al firmamento por la ventanilla, boquiabierto. Mudó el rostro del agente que parecía apenarse y, tras asentir tristemente, dio la orden de continuar con la marcha. 

—Ya podéis dejar de fingir. 
—¿Eh? 

Mientras los detectives rodaban resueltos hacia Villa Rufolo, dejando atrás a Don Vito junto a su microbús, aparcado en su pertinente zona de aparcamiento, Michele explicaba a algunos integrantes del grupo que el ayuntamiento de Ravello había limitado el acceso de vehículos al casco histórico, dificultando así la presencia de masas turísticas. Así las cosas, la plaza principal de la pequeña ciudad se hallaba efectivamente despejada. En los bancos tomaban asiento pequeños grupúsculos de ancianos, las terrazas de cafeterías y heladerías en torno a la plaza se encontraban medio vacías. Se escuchaba hablar en italiano, el aleteo de las palomas, el piar de los pájaros. El estado normal de la cotidianidad se presentaba, de pronto, como una rareza, una circunstancia con visos de perpetuarse hasta culminar, irremediablemente, con su extinción. Porque, dialécticamente hablando, era precisamente esta condición del mundo la que, extraña y hermosa a ojos del foráneo instagramer, el turista posmoderno ansía no solo conocer, sino poseer, manosear, moldear, redefinir hasta que, finalmente, lo convierta en otro no-lugar, acaso en un escenario de Disney World. Pero antes de percibir la congoja propia y debida por estas cavilaciones, alguien alza un brazo y solicita su atención desde un punto límite de la plaza. Frente a la Torre Maggiore, el detective número 4 indica el acceso a la Villa Rufolo. Cruzando dicha torre, un pequeño camino, flanqueado por cipreses, tilos y aquí y allá enormes cedros y pinos piñoneros, cuyas copas brindan una bondadosa sombra, llevan al visitante a la entrada de la villa. Para sorpresa de los detectives, no hay interminables colas, siquiera turistas. Al adentrarse en el interior de la villa, aparece en primera instancia el singular claustro de dimensiones semejantes a un patio. Su doble orden de columnas y su estampa de estilo árabe-siciliano embelesan al extraño visitante que se regodea en su puntual abstracción mientras lo rodea. Pero por doquier, se suba o se baje, se acceda por una puerta y se retorne por la otra, la Villa Rufolo alberga multitud de diferentes jardines. De pronto, el detective número 4 vuelve a exigir su atención. Bajando por una pequeña y oscura galería, al final un destello de luz ciega al intruso por un instante. Y entonces advierte que se halla en un majestuoso jardín, amplio, de varias terrazas que cuelgan ante el vasto mar, el golfo de Salerno. Embobados por el furioso contraste de limoneros, hortensias, flores de ángel, palmeras y demás plantas exóticas con el azulado mar de fondo, los intrépidos detectives comienzan a diseminarse por el paraíso terrenal. 

      —¿Y?¿No mereció la pena el viaje?
    —Sin duda —respondió el detective número 1, situado junto al detective número 4—. Pero hay algo que no entiendo. Que Wagner al visitar esta villa se viera inspirado en él para proyectar el jardín mágico de Klingsor, que aparece en Parsifal, lo veo razonable. Pero tú me hablabas de Boccaccio y no entiendo qué tiene que ver él en tu obsesión por visitar este lugar.
    —Verás… —comenzó el detective número 4 sin retirar su mirada sobre el golfo de Salerno —…No sé si recuerdas la historia relatada durante la segunda jornada que aparece en el Decamerón. En ella, un tal Landolfo Rufolo, comerciante oriundo de Ravello, emprende un viaje de negocios que se convierte en toda una aventura. A todas luces es un homenaje al comercio y ensalza tres elementos esenciales: la propia actividad mercantil, la fortuna y la virtud. Sin embargo, yo tengo mi propia lectura sobre aquel cuento. Siempre me pareció algo «odisíaca» (si se me permite el neologismo), pese a su estilo lineal y ritmo carente de uniformidad. Aunque quién sabe, quizá sea intencionado teniendo en cuenta a otro protagonista que parece pasar desapercibido en el relato: el mar. Pero para no desviarme del tema principal, te diré que nunca entendí muy bien por qué Landolfo Rufolo decide retornar a Ravello. Y ahora…

    Y no continuó. Ni su oyente intervino. Porque ambos, al contemplar en silencio aquel paisaje, sabían que el enigma quedaba resuelto.




Comentarios

nmj.graphiteart ha dicho que…
Maravilloso. Aunque tendré que leerlo varias veces para entenderlo todo. La ignorancia me va a convertir en una detective de pega en busca de pistas en San Google que me lleven a hilar todo lo que esconde ese maravilloso viaje.

Por cierto, creo que tu cumpleaños es en estos días, lo sé porque es cuando cumple mi gato, así que muchas felicidades 😊🎉🎂
Diebelz ha dicho que…
Gracias por las felicitaciones, N. Y sí, es estos días aunque no vamos a revelar el día para sea otro misterio. Y felicidades para tu gato también, que espero que cumpla muchos más y lo celebre por todo lo alto. ;)

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