El nombre perdido

     Era un boquirrubio imantado de los que ya no se volverían a encontrar en el barrio. Ya quebrado el alba, todavía cuajado, tibio pese a las primeras franjas anaranjadas que suavizaban los duros ángulos de las calles, Roberto, con pasos resueltos, agitaba con su inocencia el plano reducido del día habitado. No se requería de mucho: un «Hola», «¿Qué tal se encuentra su madre, mejor?», «Dele recuerdos de mi parte a Don Anselmo», «¡No me olvidé de ti! Te llamo esta tarde»; «¡Uff! ¡Fuerte calufa hoy, compadre!», «¡Me alegro verte!»;«¿Le llevo la compra, doña Mercedes?», «Oye, estamos en contacto», «Toma, es lo que llevo suelto»;«¡Hombre Julián! ¿Qué tal ayer el partido?», «Bah, ya verás que todo irá bien»; «¡Chacho, ¿y tu hijo cómo lleva las clases?». Y así.

Hasta que alguien, entre el murmullo constante de las avenidas, las cilindradas lejanas, el temblor de una hoja en el parque, se preguntaba qué fue de aquél cuyo nombre nadie llegó a pronunciar. Y el otro se encogía de hombros, hundía su boca hasta el mentón con desdén y volvía al silencio de los días que no parecían hallar inquietud, anhelo alguno por un ser que embellecía  la fragua cronometrada de sus habitantes. 

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