Poslexia
Descargó con alivio y de golpe una pila de libros sobre la mesa de roble, ennegrecida por el uso. «La…La capacidad», comenzó a balbucear el encorvado, revolviéndose desorientado, virándose oxidado de un lado a otro. «La capacidad para proce…¿dónde habré…?», continuaba con su fragmentado soliloquio mientras rastreaba entre garabateadas libretas, hojas amarillentas, dulcemente arrugadas, algo para anotar. Sus manos venosas y moteadas palpaban los lomos de la Lexicographia Illuminismi de Alfredus Arris, La bomba atómica de Nebraska, de la ilustrísima doctora Barbara Mahomey, y varios tomos de la Encyclopaedia Imperialis Sinensis. «¡Ah!», exclamó con júbilo al agarrar una hoja donde apuntar su todavía caliginosa idea. Con la punta de la lengua asomándose entre sus torcidos labios, elevando con el dedo índice la montura de sus gafas que se habían desprendido hasta el confín de su nariz mayúscula, Gropius se detuvo por un instante. Entonces, con inusitada resolución, quebró su cadera y alargó un brazo para revolver entre pajizos legajos y hallar así, finalmente, una pluma. «Entonces…A ver…», arrugó el entrecejo, presionó sus labios. Quietud. Y después un fulminante reencuentro con la oculta idea que elevó sus casi despobladas cejas y lo empujó a escribir con ligera presteza: «La capacidad para procesar la densidad de las imágenes del capital es infinitamente superior a leer». Satisfecho se dejó caer en una butaca desvencijada, flanqueada por torres de libros, envuelto por estanterías pesadas, infladas de libros, en una estancia apenas alumbrada por una cándida luz dorada emitida por una pequeña lámpara, incapaz de superar la oscuridad arrinconada, temible y atenta, mantenida en los rincones. «Poslexia», se decía el viejo Gropius, asintiendo cansado. Hincó entonces el codo sobre el brazo de la butaca para sostener su cabeza ladeada. «Poslexia…El fin de los tiempos». Suspiró.

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