Astrud Gilberto


        Ajeno a los puntuales como evanescentes panegíricos, a la farándula de la cual ella siempre huía, alguien recuerda volar a más de once mil metros de altura y apreciar, tras el ojo de buey, un desvelarse bajo el eterno como monótono zumbido. Una franja anaranjada servía de horizonte en una negrura eterna; de diámetro carente de corte y confección en hemisferios opuestos a nuestras cartografías radiografiadas. Allí abajo, decía la señora del asiento 19F, está. Allí está Brasil. Y aunque pegara la frente sobre el gélido cristal, solo apreciaba la oscuridad bajo mi mentón. Si elevaba por unos milímetros mis pestañas, los primeros como tibios rayos de sol me deslumbraban. Volví a hundir la mirada para intentar apreciar algo inexistente pero que sabía que existía. Allí abajo debería estar Río de Janeiro, Sao Paulo, Salvador de Bahía. Allí debería estar escondido en un apartamento João Gilberto que, anestesiado por el insomnio, estaría tocando su guitarra. Estarían los ecos de Antonio Carlos Jobim, pero también Astrud Gilberto, quizá todavía acostada como lo estaría su sedosa voz. Era imposible. Todo era oscuro. No aparté la mirada sobre aquel enigmático horizonte, la estela ya rojiza hinchándose, abriéndose sin remedio y tesón. Me recosté como pude sobre mi asiento y me puse los cascos con cara soñolienta. Las azafatas comenzaban a moverse perezosamente entre los asientos, aquí y allá sonaba el mordaz y apagado latir de una luz carente de sentido. Pulsé el play y no hacía falta subir el volumen para percibir aquella voz que, como una franja de luz, se asomaba para configurar un mundo repleto de átomos, relieves y humedad. Era la voz del Dindi, del Garota de Ipanema, de Tristeza. Era la voz de la bossa nova cuya fragancia osó en filtrarse por todos los recovecos de este mundo malherido. Era la voz de una chica cuya mirada era saudade, de una mujer que buscaba en la pintura y en los libros de filosofía huir de los focos, de los lobos, de la tristeza y el dolor. Era la voz de alguien inexistente pero que existía. Era la voz de una expectativa sobre lienzos imposibles, la partitura de la mirada abatida, del aire comprimido cuya envoltura bregaba por desprenderse. Era la voz de la hora enrollada en el silencioso salón de casa mientras columnas naranjas lamían la estancia y un gato dormía plácidamente sobre la cabecera del sofá. Era la saudade, el himno de los trasnochados cortomalteses y jeanvaljeans, sylviaplaths y queensemeraldas, de los personajes mitológicos y reales que se escondían bajo las estelas de aquellos aviones que cruzaban la intemperie con desdén. Quizá nunca veamos Corcovado como lo vemos gracias a aquella voz de Astrud Gilberto. 


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