Du bist nicht allein

    
        Por aquella época no existían asientos de seguridad para niños en nuestro país. Los cinturones formaban parte de la decoración y tanto mi hermano como yo, cual cherokees, no dejábamos de incordiar a nuestros padres sentados en los asientos delanteros, esquivando con inaudita agilidad los ciegos manotazos de mi padre, surgidos tras el freno de mano. Gritos, desafinados chillidos, advertencias, agudas risitas. Pero siempre llegaba un momento de calma, sea por mero cansancio o inducidos por las baladas románticas de Julio Iglesias, Roger Whittaker, Roy Black y Die Wildeker Herzbuben que ponía mi madre. Mi hermano, sentado siempre a mi costado izquierdo , pegaba su sien contra el cristal, contemplando meditabundo, a lo lejos, el paisaje árido, la piedra rojiza que cobraba intensidad con el atardecer y se asemejaba a lugares filmados por John Ford. Cuando esto ocurría me sentaba entre los dos asientos delanteros y hablaba con mis padres. «Sí, ya hice los deberes». «Vale, no vuelvo a pegar a A. (pero empezó él)».«¿Cómo se dice Kobold en español?». «Ja, ja, ich weiß». Entonces me giraba y veía a mi hermano con los ojos sepultados, babeando con la boca entreabierta. Me reía por lo bajo. «No lo molestes. Déjalo que duerma», me advertía mi madre y, a regañadientes, hacía caso omiso.
Aquellos paseos propios del fin de semana, el ir y venir de un punto a otro de la isla, el Kaffee und Kuchen en Café Wien, el adquirir revistas alemanas para Mamá y el Micky Maus para mí, los cassettes inflados de canciones románticas cuyas letras evocaban en bilingüe al amor ideal como tortuoso, la esperanza , los amargos de la infidelidad, el perdón, la emoción, la alegría, conforman, por decreto, una impronta en mí. Se rememoraba a veces como mortificante, con desdén, a veces incluso de manera burlona. Pero ahora, tras tantas vivencias acumuladas posteriormente, sospecho que fue nuestro momento más feliz. Quizá también uno de tantos que tuvo ella, chica inquieta, extrovertida, alegre, incluso en sus momentos más tristes. Mi madre era una mujer guapa, de ojos claros, cabello dorado, de amplia sonrisa. Tenía facilidad para los idiomas y le encantaban los platos picantes, pero también los dulces, aunque preferiblemente el chocolate y los Kuchen (Quarkkuchen, sobre todo). Su melomanía alcanzaba niveles desproporcionados, siendo su colección de vinilos, cd’s y cassettes propios de una tienda de discos. Devoraba libros, principalmente los de Stephen King, pero también todos los relacionados con los misterios, suspense y alguna que otra del género romántico. Sus pelis favoritas eran Ghost, la saga de Freddie Krueger -cuyos gritos me llegaban del salón y no me dejaban dormir-, pero también die Heimatfilme y die Familienserien que grababa mi abuela en VHS y se traía apiladas en el fondo de la maleta, tales como Diese Drombusch, Ich heirate eine Familie o Zwei Münchner in Hamburg. Le apasionaba fumar, chismorrear y, como antigua enfermera, perseguirnos con el termómetro. 
No hay refugio para una obviedad: una vida puede ser contada de múltiples maneras. Y, como seres en constante transformación que somos, también transitamos por senderos oscuros, por momentos amargos, desesperanzadores. Con el transcurso y la distancia de los años, lo insondable se disipa y el dolor, aún latiente, se intensifica en vez de menguar. 
Pero yo solamente recuerdo ese momento: sentado tras su asiento en el coche. Algo soñoliento, la observo con atención sin poder apreciar su rostro. La luz anaranjada del atardecer se filtra por la ventanilla y los tonos rojizos como violáceos subrayan el inminente ocaso. Percibo el fulgor de su cabello melado, su perfume. Y entonces ese gesto que todo lo desequilibra, el acto inocente, involuntario cuyo único testigo, supuestamente dormido, aprecia y nunca confesará a nadie. Esa cabeza suya que, ladeada, se deja caer sobre el hombro del conductor, aferrado con las dos manos al volante, mientras suena una canción de Roy Black, emprendiendo una huida que nunca se llegó a producir. O quizá sí, tatareando en un susurro aquella melodía de «Du bist nicht allein».



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